Es uno de los jugadores que hizo parte de la época dorada de América de Cali. Ganó varios títulos y jugó tres finales de la Copa Libertadores.
Ay Dios mío, qué difícil es escribir con el corazón apretujao y los ojos agüitaos. Pero también qué bendición más grande poder decir que uno fue testigo, aunque sea por los cuentos del abuelo, de un genio como Willington Ortiz. Nacido en Tumaco, pero amado en toda Colombia, el Viejo Willy no fue solo un futbolista: fue un mago, un artista, un rebelde del balón que le enseñó a toda una generación que el talento puro nace donde menos lo esperan y que, con el coraje bien puesto, se puede hacer historia. América de Cali contó con su magia.
Willington Alfonso Ortiz Palacio llegó al mundo un 26 de marzo de 1952 y desde entonces el destino le tenía guardadas páginas doradas en los libros del fútbol. Era chiquito, sí, pero cuando la pelota le quedaba cerquita, no había defensa que pudiera con él. Jugó como delantero, pero eso es decir muy poco: él jugaba como un sueño en movimiento. Regateaba con tanta facilidad que parecía que flotaba sobre la cancha. Por eso, desde joven, fue convocado a vestir la camiseta más linda: la de la Selección Colombia, a la que defendió con honor entre 1972 y 1985.
Willington Ortiz vistiendo la camiseta de ‘la Mechita’ | Foto: @AmericadeCali.
En la ‘Tricolor’, el Viejo Willy fue referente, conductor y alma. Se echó el equipo al hombro durante más de una década. Fue subcampeón de la Copa América en 1975 y se batió como un león en las eliminatorias de Alemania 74, Argentina 78, España 82 y México 86. No clasificamos, pero cada vez que él jugaba, la esperanza se nos inflaba en el pecho. Porque cuando la tenía Willington, todo era posible. Era como si nos dijera con su juego: “relájense, yo me encargo”.
Y es que el fútbol de Willington era eso: esperanza. No necesitaba correr tanto ni gritar. Él hablaba con la pelota. Y la pelota lo escuchaba como quien escucha a un viejo sabio. No por nada se le recuerda como uno de los mejores futbolistas colombianos de todos los tiempos. No fue solo por los títulos ni por las estadísticas. Fue porque tenía ese don especial de emocionar, de sacarte un “¡ay, qué jugador!” desde lo más profundo del alma.
A nosotros, los hinchas del América, nos tocó primero sufrirlo cuando jugaba para el Cali. Sí, lo admitimos. Nos hizo daño, nos vacunó y nos hizo rabiar. Pero todo cambió en 1983, cuando, contra todos los pronósticos, Willington se puso la camiseta ‘Escarlata’. ¡Cómo olvidar ese 16 de febrero, cuando debutó ante Boca Juniors! Desde ese momento supimos que lo que venía era grande. Y no nos equivocamos.
Con el América fue campeón cuatro veces seguidas: 1983, 1984, 1985 y 1986. ¡Cuatro! Y no solo eso: jugó tres finales de Copa Libertadores. Esos partidos eternos que nos dejaron el corazón en la boca y que, aunque no se ganaron, nos pusieron en el mapa del continente. Y ahí estaba él, siempre al frente, guiando a ‘los Diablos Rojos’ con su pausa, su elegancia y esa picardía de barrio que nunca se le fue.
La despedida del Viejo Willy no podía ser cualquier cosa. Fue el 15 de marzo de 1989, y el rival no fue otro que el Nacional de Montevideo, campeón de la Copa Intercontinental. Ese día, América se reforzó con estrellas como Hugo Gatti, El Beto Alonso y El Polilla Da Silva. Un fiestón en el Pascual, lleno de emoción, lágrimas y gratitud. Porque se iba un grande, un símbolo, un amigo de todos.
El alcalde de Cali de ese entonces, don Carlos Holmes Trujillo, le entregó la Medalla al Mérito Deportivo Alberto Galindo Herrera. Y uno sentía que era poco para tanto legado. Porque lo que dejó Willington va más allá de los trofeos: dejó inspiración, dejó ejemplo, dejó una historia que seguirá viva mientras alguien patee un balón en un potrero de Tumaco o en una cancha del oriente de Cali.
Nunca hubo uno como él. Ni antes, ni después. El regate de Willington era poesía pura. Engañaba con la cintura, con la mirada, con ese toque suave que volvía locos a los defensas. Lo suyo no era correr por correr, era hacer pensar al rival, desarmarlo con inteligencia. Por eso, cuando se habla de él, no se puede evitar sonreír. Porque Willington jugaba para que el fútbol se viera bonito, para que fuera una fiesta.
Muchos lo llaman “el Pelé colombiano”, pero para nosotros es más: es el Willington eterno, el que dejó huella en cada cancha que pisó y que se volvió leyenda sin necesidad de levantar la voz.
Gracias, Viejo Willy, por tu talento, por tu humildad, por tu entrega. Gracias por haberte puesto la roja y por habernos regalado tantos momentos de felicidad. Esta nota es un intento humilde de decirte que no te olvidamos, que te celebramos y que, en América, siempre tendrás un lugar sagrado.
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